Dos mujeres, dos soledades al desnudo, dos callados pero locuaces testimonios del desamparo emocional, dos elegías del instante en que el ser nos revela con descarnada naturalidad su esencia oblicua: desnudez del ser que encuentra abrigo en la nada.
Desnudez de la entrega, del nacimiento y del amor, desnudez del instante supremo en que nos descubrimos otro. Desnudez de la caída. Desnudez incompleta que apoya su necesidad en el extraño azar del mobiliario.
El escenario. Una estancia despojada, clausurada o vulgar, desentrañada del subconsciente o del olvido, espejo o testigo de nuestro extravío o caída. Espacio ajeno a la vida y por ello contiguo a la eternidad.
Impresiones. Imprecisiones. Una ilusoria vía de escapatoria en el presente pasado. Una sombra, aura negra, yace en el suelo, atlética víctima del fogonazo de lo absoluto. Otra luz irreal, robada o realquilada de una ventana en ausencia, se postra a los pies de quien ha cifrado la vida en un último gesto de rabia.
Calor blanco, soledad esmeralda: ¿la mirada que se hurta a sí misma, encadenada a su propio abandono suburbano?; ¿o la que nos interroga desde una desnudez retadora pero pudorosa? ¿Quién querría toparse con la belleza en medio de la desolación? ¿Qué puede quedar del gesto trágico en la insignificante soledad de nuestros días que a nadie importan?
Mediodía de fogueo, soledad en carne viva. Blanco y negro que es sangre que hierve, verde que ha desgastado el más leve atisbo de esperanza, verano eclipsado ahíto de muerte, recóndita soledad, crepúsculo del ser apurando la última gota del vaso de la inexistencia.
(Francesca Woodman, "Self-Portrait"; Edward Hopper, "Summer Interior").
Gracias, Nadie.
ResponderEliminarEs estremecedor.
Para qué demonios podríamos desear la belleza si tenemos esto. Esto que ha escrito, con sus images, por otra parte es la belleza, que también puede ser aterradora. Uff.
ResponderEliminarMuchísimas gracias por su comentario, y coincido plenamente con usted, la belleza puede ser aterradora. Y supongo que algo de eso debían tener en la cabeza Woodman y Hopper, como antes habían experimentado Goya, Rimbaud, Baudelaire y tantos otros.
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