Lábil

Levedad del atardecer, levedad del labio ausente al fin de su propia agitación, levedad restituida en el umbral de sombras que rodea al poema, ingravidez del aire desplazado por la flecha florecida en el arco, la fértil garganta apoderada por el grito, la muerte brotando de improviso, proponiendo su juego, como un rugido de posesión infinita, obsesión por retener el último aliento, la honda raíz del orgullo en los pulmones, el grosero instinto de la compra-venta de eternidad, las páginas perdidas del manual de la supervivencia, lo intentaste, no desfallezcas, la muerte hoy ahora todavía es signo de vida, por ello indago-amo fieramente por entre las sábanas rojas, con el azaroso revólver de las noches sin rumbo, oronda belleza la de esta muerte occidental de estrecho sexo inmaculado y noche sin estrellas, y el asco del verdugo, su lábil mirada inflamada en nicotina, proponiéndote la terna, tren laminado a velocidad de la luz, hacerte uno con las arenas del desierto, o la caída al vacío, el fatídico canalillo bermellón del suicida eterno del 31 de diciembre, escoge tu muerte a la carta como quien elige un plato que no piensa pagar, desnuda tu fechoría, revístela del gesto adusto, invéntate un estertor alejado de los rezos o del calor familiar, de los intentos de reanimación al infinito, de la triste víspera de gemidos que erigen un hospital, de la nada que se enaltece en la nada de una vida que siempre te fue ajena pues tan solo contaba ella, la dama negra, que volverá a bajar a la playa a media mañana, como todos los días, y observará bajo sus gafas ahumadas, mientras se desprende del sujetador, y comprobará que sí, los años pasan para los otros, y que nada hay de irreverente o mezquino en sentirse cada día henchida de vida, con un rostro, unos pechos, unos muslos eternamente lozanos...