martes, 14 de agosto de 2012

La casa de Jacinto

Jim ni siquiera estaba borracho, pero su energía se estaba desvaneciendo. Más tarde, Ray comentó que había visto toda la energía psíquica de Jim salirle por la parte superior de la cabeza. Yo no vi nada de eso,
pero, efectivamente, daba la impresión de que Jim
había perdido toda su fuerza vital (John Densmore).

Es turbia la pereza. Como un gemido en la pared. Una copa de vino deja el fértil tacto de las yemas de tus dedos para iniciar la danza alrededor de la bombilla del escritorio, como uno de esos estúpidos insectos que nunca sabrán cómo han llegado pero no renuncian a marchar. Piensas en tu estómago vacío, y en lo terriblemente cotidiano que llega a ser el ser. Y rebuscas en los bolsillos de antaño y te das cuenta de lo mucho que añoras los periódicos deportivos de entonces, la ingenuidad picarona de tus amigas, el secreto a voces que nunca dejaba de oscilar como una imprecación ante los surcos ciegos que te anunciaban una nueva y flamante canción.

Hyacinth House, la casa de Jacinto, "posiblemente la canción más triste que Jim escribiera", según Densmore, quien también vio en ella una metáfora de la historia de esas otras puertas de la percepción: Ray -y el resto de The Doors-, el apolíneo; Morrison, el dionisíaco. Todo acorde con aquella primigenia lectura de un joven Jim,  Die Geburt der Tragödie, hasta que se rompe el equilibrio y Apolo mata (sin ni tan siquiera desearlo o provocarlo) a Jacinto, tremenda ironía metafórica, con el inicio del verano de 1971 (la vida puede ser contemplada como una paradoja tan bellamente natural y matemática como para hacer que toda creencia religiosa bese el suelo de la credibilidad del lloro de un niño de tres años).

Pero aunque el irregular tallo de Morrison fuera finalmente cercenado por la burocracia de las parcas, allí quedan esas otras flores, esa bacanal sonora en la que se hiciera carne la fricción furtiva entre las pulsiones de eros y tánatos. Y surgiendo del marasmo, como una obsesión, la casa de Jacinto, circuncidada por unos versos que caen a plomo: "I need a brand new friend who doesn't bother me", "I need someone who doesn't need me". Es esa voz que algún día fuera divina, que copulaba con trigo, y que hoy está lejos, definitivamente más allá de su dolor, de su extravío o de su propio ruego.

Observas el ciprés en la oscuridad. No hace tantos días que la luna, posándose en perpendicular a él, lo bendijo delante tuyo. Pensaste en una de tus hijas, y te sentiste mal por no pensar en la otra. Ninguna de ellas, como ninguna otra amante o copa de vino podrá calmar tu sed de falsa eternidad, aunque en aquellos años estúpidamente adolescentes fuera fácil identificarse con todo aquel cantante, actor, buscavidas, empeñado en desertar de sí mismo. Era el naufragio delicuescente de Rimbaud, de Lennon, de Montgomery Clift o de Jim Morrison. En el caso de este último, bastaba con buscar una pared con algún enrejado metafórico, ataviarte con tu mejor chupa de cuero, llevar en la cámara un carrete en blanco y negro, pedirle al amigo metido a ocasional fotógrafo que buscara aquel contrapicado que destacara una envergadura hasta entonces inexistente, y coger prestada por unos segundos esa mueca sonrisa que sólo era propiedad de Jim, Arthur, John o Monty, fueran quienes fueran los tipos que detentaban sus cuerpos. Cualquiera podía sentirse ellos. Bastaba con evitar escribir, cantar o actuar. Solo así lograrías evitar alcanzar el verdadero sentido de la existencia, que no es la nada, sino la deserción. Pero tú nunca habías considerado en serio ninguna advertencia de tus mentores.

La casa de Jacinto o la casa de los jacintos, según algunos, fue lugar poco frecuentado por ti, al igual que esa misteriosa y pesada l'America, por la que transitara entre fastidiado, desinteresado y descubierto in fraganti el mítico Antonioni de Blow-Up. El teléfono nunca sonaba y caía un atardecer tras otro con la furia del sexo que se sabe efímero. Horas, segundos de cambios frenéticos, de búsqueda de un centro en la paradoja del movimiento incesante, de estar golpeado, tan lacayo, tan abofeteado...

...como para encontrar la redención en el anhelo de lo inalcanzable, vana ilusión en forma de dorada prestidigitación de mujer (Love her madly, L.A. Woman) en la que demandar cuanto los dioses no quieren concedernos sin previa humillación ante el sudor de sus pies. Y aunque sepas que no deberías abrir una nueva botella de vino (en aquel entonces denigrabas los caldos -sic-, siempre acobardados ante la predilección por las maltas), tal vez sea la leprosa profundidad de la noche, penetrar en el corcho, con esa nostalgia que es hinchazón, quien sabe si versión negroide de Príapo, amanecer glorioso o jugada existencial del blues, porque fue Jim, una vez más, quien se quedó con el secreto de su señor Mojo...

Y te dices que la echas tanto de menos... aunque ya no eres capaz de recordar ni uno solo de los gestos de sus estancias, en este tiempo demasiado bañado en esa soledad que deviene estéril por odiosa... aunque lo que más excite tu parva imaginación sea la falsa seguridad de que a la vuelta de la esquina no se esconde -mágico poder de la predestinación y el destino- sino una ilusoria pinta de oro para un actor de prestado, o, en el más épico de los casos, unos jinetes -escúpeles olvido, muerte, temor, locura cotidiana, Radio Texas o noche sin esperanza-, perdiéndose en la tormenta ajenos ya para siempre al blues o al rock.

Pocos dudan que, con L. A. Woman, The Doors pusieron un broche de oro a su carrera con un trabajo mayúsculo. Paradójicamente, este álbum, marcado por el primado de la esencialidad y la imperiosa necesidad de la ilusión de una vuelta a los orígenes (incluso en la forma de afrontar el trabajo por la banda y en los medios técnicos de la grabación), cerraba puertas cuando en realidad las abría.

Recuerdo perfectamente el umbral por el que accedí a la casa de Jacinto, ese lugar de exquisita sencillez hasta entonces desdeñado. Bajo una luminiscencia atenuada y como a media asta, los coches silbaban bajo la ventana, y el aullido estertóreo de Morrison anegaba mi alma hasta ahogar el de Ginsberg, en esa atmósfera en la que todo preludiaba muerte húmeda, en la que el sexo se había despojado de la máscara de la belleza para revelarse pálida agonía, decadencia, látigo, revólver tozudamente humeante. La casa de Jacinto era uno de esos lugares que esperan frágilmente agazapados tras las composiciones mayores, para susurrar al oído la transparente verdad de la existencia. Una certeza que, a la manera de la pitia, era revelación negativa, dirigida eróticamente al ser, la más pura refutación de cualquier seguridad en la vida.

Y poco importan entonces ni Nietzsche ni The Doors ni tan siquiera Pam o Jim, ni la evocación del desigual afecto entre Apolo y Jacinto, como tampoco el felpudo de fragante sangre bermellona, que a decir de algunos atiborraba el hogar del guitarrista Robbie Krieger. Y menos aún la complacencia de los leones, presunta alusión en clave política que encorseta a aquel para quien el único ideal político fue la denuncia de la hipocresía en todas sus formas de represión -especialmente la sexual-. Porque en la casa de Jacinto, más allá del ritual de la amistad surgida al calor de la intrépida inexperiencia, siempre latirá la tentación de subir las escaleras que conducen a la primera planta, hacia ese mítico cuarto de baño en el que Jim "hallara" la mejor acústica para templar voz y existencia, para, una vez jugada por el amigo la última carta de la baraja, adquirir profética conciencia de que el fin de la persecución estaba/está a la vuelta de la esquina.

Así, hoy martes, 2.32 de la madrugada, en ALGO MÁS QUE RUIDO, The Doors, con uno de sus últimos temas, "Hyacinth House".

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