-Y ahota tú, Jack, y tú, Louanne. Quiero que os desnudéis los dos (¿qué sentido tiene la ropa?), y que a los tres nos dé el sol en la barriga. ¡Venga! -Íbamos hacia el oeste, hacia el sol, que nos entraba por el parabrisas-. Desnudad vuestros vientres y vayamos hacia él. -Louanne se quitó toda la ropa; y yo decidí hacerlo también para no parecer un timorato. Íbamos en el asiento delantero. Louanne sacó crema para el cutis y nos la aplicó por diversión. De vez en cuando nos cruzábamos con algún camión enorme: el camionero, en su alta cabina, tenía una fugaz visión de una beldad dorada desnuda sentada entre dos hombres desnudos: veías que se le iba el camión unos segundos, mientras se perdían en el retrovisor del Hudson. Las vastas llanuras de salvia, ya sin niee, pasaban vertiginosamente a ambos costados. Pronto estuvimos en la tierra del cañón del Pecos, con sus rocas color naranja. En el cielo se abrían vastas distancias azules. Nos bajamos del coche para ver unas antiguas ruinas indias. Neal lo hizo completamente desnudo. Louanne y yo nos pusimos los abrigos. Vagamos entre las viejas piedras aullando y ululando. Unos turistas vieron a Neal en la llanura, desnudo, pero apenas podían dar crédito a lo que veían y siguieron caminando con paso vacilante. En mitad de la tierra del Pecos empezamos a imaginar quiénes seríamos de haber sido personajes del Viejo Oeste.
(trad. de Jesús Zulaika)
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