Me gusta pasear por el parque con la llegada de las primeras sombras, cuando madres, abuelos y algún que otro padre desocupado se aprestan a devolver a las criaturas al calor del hogar. Tomar asiento y sentir esa húmeda frescura de las primeras sombras, la desnuda pesadez de la nada urbana sobre los gastados ropajes del ser. En esos momentos de inminencia, en los que todavía titilan las alegrías de los juegos ajenos a noción de futuro o devastación alguna, pareciera como si uno llegara a romper amarras con la infame realidad de este momento presente, con toda esa jauría culpable hábilmente travestida en juez y verdugo, en todas sus voraces y ominosas formas de ejecución: recortes, desempleo, falta de oportunidades y expectativas, aislamiento, desahucio, desesperación, suicidio.
Y, de vuelta a casa, sería fácil seguir el proceso habitual. Tirar de uno de tantos alter ego, sentarse ante el ordenador, y lanzarse a la aventura de bucear entre lecturas, obras o grabaciones la inspiración para la enésima entrada, para una nueva bocanada de mísero aire entre las miasmas, un nuevo escupitajo negro con el que mantener a raya a la locura, a esa demencia frente a la que nos arroja el delirio de los oscuros fantasmones que hoy recorren Europa con la palabra austeridad bordada en sus sábanas manchadas.
Sería tan fácil. Pero no hoy. Hoy no. Tan solo un hondo silencio.
Ensordecedor silencio.
Por los que no están. Por los que quedan.
Silencio que, por supuesto, no es ni nunca será mudez.
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