venérea, la villa
con más fuentes oníricas por metro cuadrado del mundo. agradecida en el paseo y relativamente transquilada por el estultante bullicio de sus visitantes, la zambullida diacrónica (las angostas callejuelas del cráneo histórico, el oficio de los lirones, villa morfeo -con su legado de atardeceres simbolistas, armonizados en el exuberante eco de sus oscurartistas nanas del tedio-) es corta y sin alardes, pero en día de mercado y con el hambre azuzando, la cornucopía es dejarse llevar por el estallido ocre y litigante de sus puestos callejeros, por los tejados nublados de repique de campanas, por los perifollos y falconeos de juglaresas y cetreros, los tibios y azulinos espumarajos de las
conversaciones. sin tiempo de entablar amistad, una sonrisa centrípeta muestra su corva precipitación, su excesibilidad, en el ínterin en que las horas se incordian a sí mismas con desánimo reptil, como almacén de penumbra que no llega
(hasta que una vez agotada la escena, el licor tantea acomodo en la memoria con profanación agalla. se cicatrizan las puertas y el tren se sumerge en el túnel hasta la evocación. en la escalonada oscuridad, los campos que cruza el azar se persiguen, enhebran, deslizan por la pituitaria
con acopio de cabeceo risueño).
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