En días como el de ayer en que las ideas bullen por la cabeza, la mirada, el corazón, sin acabar de concretarse venas abajo, a la altura de las manos; en que la inspiración ronda como un murciélago achispado mientras la mesa de trabajo resuella atiborrada de platos por limpiar, envases de yogur, juguetes y un número indómito de papeles y evocaciones sin salida; o en que el himno -cual amenazadora bronquitis- campa por sus anchas mientras la cifra (y no digamos el idioma) se ve impotente para poner freno a la desmesura; en días como estos, uno debería dejarse vivir por el azar, o mejor aún, dejarse recitar por un poema, hacerse latir por los surcos de una canción sin amarras, siendo nada, siendo todo al mismo tiempo...
Ninguno ha conocido la lengua en la que cantan las sirenas
Y pocos los que acaso, al oír algún canto a medianoche
(No en el mar, tierra adentro, entre las aguas
De un lago), creyeron ver a una friolenta
Y triste surgir como fantasma y entonarles
Aquella canción misma que resistiera Ulises.
Cuando la noche acaba y tiempo ya no hay
A cuanto se esperó en las horas de un día,
Vuelven los que las vieron; mas la canción quedaba,
Filtro, poción de lágrimas, embebida en su espíritu,
Y sentían en sí con resonancia honda
El encanto en el canto de la sirena envejecida.
Escuchado tan bien y con pasión tanta oído,
Ya no eran los mismos y otro vivir buscaron,
Posesos por el filtro que enfebreció su sangre.
¿Una sola canción puede cambiar así una vida?
El canto había cesado, las sirenas callado, y sus ecos.
El que una vez las oye viudo y desolado queda para siempre.
(Luis Cernuda, "Las sirenas", de Desolación de la Quimera)
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