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locus amoenus MMXV: piscina bajo los olmos, el trino contrapuntado de las aves y el auxilio intermitente de las nubes y una lata de cerveza 0,0 en una atmósfera amarilla cargada de bronceador. las horas se deslizan suaves y líquidas sobre la tumbona, con el niño zambulléndose una y otra vez en busca de imaginarios peces de colores, y la pequeña enseñando a mami sus primeras brazadas sin manguitos. ¿qué podría arruinar esta plegaria al dolce far niente, este momento de banal eternidad en la misma casa rural de todos los veranos? no el runrún de los otros huéspedes, ávidos de experimentar el catálogo de maravillas naturales y culturales de la zona; tampoco los avatares del deporte o la política nacional; ni tan siquiera -al menos hoy no- los malos ratos pasados que han hecho del último año el peor de tu exitosa carrera profesional.
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- PAPÁ, ¿LAS PERSONAS SE PUEDEN VOLVER PEQUEÑAS?
una ocurrencia brillante del chico, sin duda, adecuada para el lucimiento en la respuesta de cualquier otro progenitor, pero que, en cambio, provoca en ti un seísmo de tal magnitud que, tras atravesar tu cuerpo de arriba abajo con su temblor desgarrador, pareciera capaz de llevarse consigo toda seguridad personal o familiar. pero tomas aire, recobras la serenidad y encuentras la réplica adecuada para barrer de un plumazo todos los fantasmas del pasado atizados por la pregunta de marras:
- ¿te refieres a si los adultos a veces podemos comportarnos como críos? pues claro, yo mismo, en ocasiones... y luego está el síndrome de Peter Pan - y te sientes feliz por la salida, nada mejor que la mención a un icono infantil para echar balones fuera y marear la perdiz...
- NO, NO, SI LAS PERSONAS PUEDEN HACERSE PEQUEÑAS.
y esta vez el gesto con los dedos índice y pulgar no admite duda. no es la edad, sino el tamaño. ya no hay escapatoria. así que bajas los brazos y te dejas envolver, ya sin oposicion, por la tela de araña de la evocación de tu infancia, de aquel tiempo detenido y radiante, solo levemente alterado por la inexplicable obsesión paterna de medirte después de cada comida. a diferencia de otros chicos, nunca te sentiste implicado por el fútbol, los coches o los trenes. el tuyo siempre fue un mundo de acróbatas, payasos y malabaristas, pero sobre todo de ilusionistas. así, siempre el primero frente al televisor cada vez que actuaba algún mago, sometiste a los tuyos a infinidad de shows en los que sacaste jugo a tu inolvidable Magia Borrás. todo ello te hizo tener una visión de la realidad que nada tenía que ver con la de padres, amigos y compañeros de aula, basada en la ausencia de oposición o jerarquía entre categorías como visible u oculto, en una concepción de lo real comparable (¡qué chiquillada!) a la de un calcetín de colores y su vuelta.
siempre vivo en tu memoria el instante en que el don se te reveló todo tu poder, un día plomizo y terrible, en el que nada más llegar al aula, un alma caritativa te advirtió de que los dos chulitos de la clase habían planeado abordarte al final de la jornada para que les explicaras con detenimiento tu hipótesis sobre la realidad. como no albergabas dudas sobre el modo en que los dos matones iban a rebatirla, llegada la hora, fuiste a por ellos (tú no eras ningún cagón) y antes siquiera de que abrieran la boca, soltaste una guantada al más bravucón y saliste por patas. y mal te habrían ido las cosas después de aquella inesperada caída en la huida, pero lo que para cualquier otro hubiera supuesto una paliza con posterior ingreso hospitalario, en cambio, para ti significó la entrada a una dimensión todavía más inaudita de la realidad. porque no había forma racional alguna de explicar cómo habías podido escapar de la paliza a través de aquel minúsculo boquete abierto en el muro. y, sin embargo, tras notar una misteriosa sucesión de destellos en tu interior, pudiste pasar por la brecha como por arte de magia y salvarte.
de inmediato, fuiste consciente de lo inverosímil del incidente. por ello, en las semanas siguientes (salvo leves momentos de duda en los que llegaste a pensar en una inconcebible metamorfosis de naturaleza invertebrada), pusiste todo tu empeño en negar lo sucedido. llegaste a la conclusión de que así como ciertos estados de terror habían llevado a sus víctimas a orinarse encima o incluso sudar sangre, a ti el miedo te había otorgado una elasticidad extrema y puntual. pero ninguna de las diversas hipótesis podía vencer la certeza cada vez más asentada de que habías salido del aprieto gracias a una notable mengua de tu envergadura. así que una vez asumida esta nueva percepción de tu naturaleza, cayeron muros y barreras, y te iniciaste en la experimentación del cambio de tamaño a voluntad, con idéntica pasión a la que por entonces demostraban tus colegas en su propio tanteo de los cambios orográficos de sus respectivos cuerpos. de este modo, pronto descubriste la estrecha relación entre el singular fenómeno y la práctica de una correcta respiración diafragmática "a la inversa", como también el límite máximo del empequeñecimiento, unos 12 centímetros, más allá de los cuales intuiste que se podía producir una pérdida irreversible de la condición humana. qué lejos estabas de saber, en aquellos días trepidantes, lo poco que te iba a durar el don, y el fundamental papel que en todo ello iba a jugar, paradójicamente, tu gran afición.
- PAPÁ, ¿LAS PERSONAS SE PUE...?
aún hoy eres capaz de recodar uno a uno los detalles del cartel. la chistera, la mirada penetrante del mago surgiendo de la oscuridad, el brillo de su sonrisa oblicua, el ofrecimiento de unas cartas de baraja francesa en primer plano. jamás había actuado ilusionista alguno en las fiestas del barrio y por nada del mundo te ibas a perder la oportunidad de ver (y tal vez aprender -¡bendita inocencia!-) los trucos con tus propios ojos. así lo hiciste comprender a tus padres, que acabaron haciendo de la actuación un acontecimiento familiar. una vez en el pequeño teatrillo del ateneo, apagadas las luces, te dejaste arrastrar por una vorágine incontrolable de asombro y excitación ante la sucesión de números con sogas, pañuelos y demás objetos surgidos de las manos, los bolsillos y la chistera del mago. ninguno de ellos aportaba demasiado a lo ya conocido a través de la televisión, pero no importaba. lo mejor llegó con la segunda parte de la actuación, dedicada íntegramente a la cartomagia. los dos trucos que más aplausos arrancaron fueron el de la transformación de una baraja francesa en española y, especialmente, aquel en el que la carta adivinada -en un artificio digno de Juan Tamariz- mostraba en el lugar de la figura la caricatura del espectador escogido por el artista como improvisado ayudante encima del escenario.
una vez finalizado el espectáculo, tus padres se sorprendieron de que tu alegría no fuera completa. lo cierto es que te reconcomía cierta frustración por no haber podido aprehender el secreto de ninguno de los trucos presenciados. sabías que muchos ilusionistas suelen compartir sus conocimientos con jóvenes aficionados, así que pensaste en pedir a tus padres que se quedaran un rato para intentar entrevistarse con el mago en el camerino. pero una vez más te paralizaron los nervios, esa absurda aprensión a dar el primer paso. te sentías deshecho, corrido, lleno de la rabia que es muesca de las oportunidades perdidas. y en esa turbia amalgama de sentimientos, de repente, la idea cruzó tu mente como una exhalación, diamantina, sin atender siquiera al previsible disgusto que iba a causar en tus padres: volverte pequeño y esconderte para poder observar al mago a hurtadillas, sus ensayos, su día a día. rememoras la escena, tus padres pasando en cámara rápida de la sorpresa a la desazón, la desesperación y el grito de socorro, tú te tapas los oídos, la gente intenta ayudar mientras corres entre ellos, sus cinturas, sus rodillas, sus pies... cada vez más diminuto, no te detienes hasta que llegas al camerino. el mago, en mangas de camisa, está sentado frente al espejo, despojándose del maquillaje y de la magia en la contemplación absorta de una fotografía. no distingues la imagen, pero una nube de melancolía asoma repentina en su frente, extrae un papel del cajón y escribe unas líneas con una bella estilográfica plateada. no parece ocasión para presentaciones, así que mejor encaramarse a unas cajas abandonadas en el suelo y llegarse al perchero donde descansan su chistera y su traje, prenda esta muy adecuada para iniciar la aventura de la búsqueda del enigma.
pero allí donde esperabas tropezar con un verdadero laberinto de bolsillos repletos de naipes, sogas, pañuelos y quien sabe si algún magnífico ejemplar de conejo blanco, ¡qué decepción!, solo hallaste papeles arrugados y rotos, restos de una sustancia maloliente, pegajosa y mugrienta, y unos cuantos cigarrillos huérfanos de paquete. y aún peores se pusieron las cosas cuando, mientras indagabas el modo de salir de la trampa sin acabar vomitando la primera papilla, te llegaron los ecos de una bronca discusión entre el mago y dos hombres que habían irrumpido en el camerino. el estrépito y la violencia de unas palabras que no acababas de discernir, no dejaban dudas acerca del peligro en el que estaba aquel (y, por extensión, tú mismo) y, sin embargo, al final, la sangre -que la hubo- no llegaría al río y los agresores, después de haber conseguido lo que pretendían, salieron con la misma celeridad con que entraron.
- ¿PAPÁ?
una vez recobrado el silencio -que no la calma-, no parabas de temblar. añorabas a tus padres, la comodidad de tu existencia previa al instante en que se había revelado tu flamante y latoso poder. y maldijiste mil veces tu suerte cuando por más que lo intentaste, fuiste incapaz de recuperar tu tamaño. y renegaste cien mil veces de tu fortuna cuando, en pleno ataque de pánico, percibiste como una especie de pinzas fuertes, crispadas y peludas se introducían en el bolsillo y nerviosamente rebuscaban en él, hasta que dieron contigo. y fuiste sacado violentamente a la luz por eso que ya sabías dedos, y elevado en un vertiginoso movimiento hasta la boca del mago, cuyos labios te aprisionaron a la altura de los hombros mientras tu cabeza permanecía envuelta en una sofocante y acre oscuridad. por lo demás, tu mente jugó bien sus cartas a la hora de hacerte olvidar cómo saliste del aprieto una vez que tus pies descubrieron que los zapatos estaban ardiendo, pues el siguiente recuerdo que guardas de aquella peripecia es la mirada entre espantada, dolorida y severa de tus padres a los pies de la cama del hospital, junto al desconcierto de unos médicos incapaces de encontrar una explicación a tus quemaduras. fue ya en casa cuando fuiste consciente de que, fuera por la pérdida del don (hipótesis que, de hecho, nunca te atreviste a comprobar), o bien por propia renuncia a él para evitar pasar por una situación análoga a la vivida, el día en que habías pretendido descifrar los secretos de la magia, esta había castigado tu audacia, haciéndote perder tu propia magia.
- ¡¡¡PAPAAÁ!!!
pocos años después, mientras convalecía en el hospital de una arriesgada operación de la que finalmente no acabaría saliendo, tu padre, dejando de lado momentáneamente los asuntos relativos a la herencia, te acabaría confesando, entre aliviado y solemne, el carácter hereditario de la capacidad de empequeñecerse a voluntad. la conversación te sirvió para atar cabos al respecto tanto de la inconcebible ausencia de recriminaciones y castigos que siguió a tu incidente en el teatro, como del extraño comportamiento de tu padre durante tu infancia. aun así, decidiste olvidarla lo antes posible, firme en el propósito de borrado que te habías trazado.
y aunque de tanto en tanto (como hoy mismo con la pregunta del chico) traspase tu mente el liberador pensamiento de confesar abiertamente a tu mujer y tus hijos el secreto familiar, nunca acabas de ver claro las implicaciones que ello pudiera traer. en el fondo, tu padre, un tipo abnegado y cordial, con un gran sentido del humor, pero que siempre mantuvo diversos comportamientos maniáticos a lo largo de su existencia, bien podría haberte gastado su enésima broma. y ello sin contar las elevadas dosis de calmantes suministrados, otra posible explicación a sus delirios. así que mejor actuar (y más en este tiempo en que tu matrimonio ha entrado en un notorio bache) desde la prudencia y (¿por qué no?) la negación de la realidad, haciendo de la vida un homenaje al disimulo. ¿no es acaso este el signo de los tiempos? ¿seguir adelante sin hacerse demasiadas preguntas, siguiendo la política del avestruz, mirando hacia otro lado ("MAITE, MAITE..."), esperando que la avalancha pase de largo sin alterar nuestra rutina? ("...¿SABES DÓNDE ESTÁ EL NIÑO?") ¡AH, LA RUTINA, SIEMPRE LA RUTINA!
Estimado Nadie, un relato excelente con un perfecto final.
ResponderEliminarYa sabe lo que se dice, que detrás de todo gran relato, hay una gran mujer, en este caso Penélope, quien hizo ver al autor del texto posibilidades hasta entonces no contempladas por él.
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