el joven encuentra alivio para sus miembros entumecidos en la fresca espuma de las olas. vuelve la mirada hacia la orilla y advierte que no está solo. una deidad, oculta entre la fulgente bruma de la aurora, contempla embriagada su líquida desnudez. el joven corre a la arena e, instintivamente (¿qué mortal podría negarse a los caprichos de un ser celestial?), hinca el remo que algún día presidirá su tumba, y se entrega a una danza vagamente itifálica a su alrededor. "¿adónde ha ido?", se pregunta una vez consumado el baile, vencido de hinojos frente a una gaviota, con el sexo en grotesca exhibición. una sorda imprecación ratifica la pérdida de su última oportunidad de alcanzar la inmortalidad.
sueño que se sueña, el joven se despabila con la sensación de haber dilapidado la vida entera. aún con la resaca a cuestas, le sorprende el frenético ajetreo de la tripulación. ¿a qué ahora tantas prisas, después de un año varados en la isla de Circe? se alza sobre las tejas, trastabilla mientras tantea la escala, y -designio funesto finalmente cumplido- se precipita contra el suelo. abre los ojos, pero -¡oh, enésima burla de Tánatos!- no son las aguas del Aqueronte lo que encuentran, sino las desdentadas y jactanciosas carcajadas de los camaradas. no se sulfura, no se atormenta. ni audaz ni sagaz, la de Troya nunca fue su guerra, como tampoco la de Odiseo consigo mismo.
¡oh, Elpénor, borrachín atolondrado, que al cabo paseas tu sed por el inframundo! hoy levanto mi copa para embriagarme hasta el tuétano en tu honor; por ti, por el más joven de los de Ítaca, que tras sobrevivir a cicones, cíclopes y lestrigones, hallaste fin a tus días de la manera más estúpida posible, dándonos a través del espejo de tu desdicha, cumplido aviso de la absurda y azarosa naturaleza de nuestra existencia.
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