(Ch. Bukowski)
lo supo su madre desde el momento en que notó el calor de su cuerpo ingrávido; también su padre, nada más entrar en la sala y mirar a su esposa; lo supieron sus abuelos, el personal sanitario, incluso las espléndidas flores robadas a mayo por las visitas.
habría puesto la mano en el fuego aquel astrólogo tan famoso de la televisión, pero no la cautelosa quiromante; y aunque expresaran sus dudas rayos, truenos y nubes, lo habrían corroborado las vísceras de las aves que tantas veces le vieron encaramarse al viejo limonero del jardín; por supuesto, lo sabía su hermano -con un alto grado de complicidad-, así como la aguerrida clase del primero b al completo -incluida aquella chica tan mona que siempre sonreía aunque nunca se enterara de nada-; tampoco fue desconocido para la directora, ni para el obstinado jefe de estudios ni, como es fácil de entender, para Pitágoras, Newton, Cervantes, Mozart o los Reyes Católicos; todos ellos lo sabían.
era indudable que todos lo sabían. el dentista con vitiligo que le invitó a un cigarrillo mentolado tras su primera extracción; el sacerdote de la parroquia (siempre bajo secreto de confesión); la vieja gloria de la pantalla que le firmó un autógrafo a instancias de su padre; aquella otra que le escupió su ego; sus sucesivos vecinos, arrendadores y compañeros de trabajo (mención especial para aquel jefecillo que siempre lo rubricaba todo con un pellizco en los carrillos cuando no en las nalgas), y tantos otros listillos, mentecatos y galeotes en general. huelga decir que las dos mujeres que compartieron su vida con él estuvieron al cabo de todo desde el primer día (lo cual otorga un mérito especial a ambas); como jamás pasó desapercibido para sus pocos amigos; ni para la jai que una lluviosa noche de octubre le lio el que acabaría siendo su único canuto; ni para el taxista que, aquella misma madrugada, nada más verle, pisó el acelerador para perderse definitivamente bajo la tormenta.
lo intuyeron (¡cómo no!) el tándem Lennon-McCartney (no en vano habían compuesto sus grandes éxitos para él), como el inspector Clouseau, 007 o el conde Drácula -quien mostró gran elegancia llevándose el secreto a la tumba-. lo sopesaron la nostalgia y la melancolía, que se dejaron cegar por su fingida apariencia; lo confirmaron los labios, incluso cuando callaron; teléfonos, balcones, persianas y pestillos. y lo supieron ocultar, eternos compañeros, el whisky y el crepúsculo a la orilla del mar. pocos fueron los que se mostraron ajenos: el músico ambulante de la plaza del mercado, la gitana que le ofrecía ajos, la abuela que le daba cháchara en la parada del bus, el atracador que le encañonó a la salida del banco, el desconocido que le abordó en sueños. solo junto a ellos -y otros como ellos- se sentía protegido.
pero todos los demás (el que le tendió la mano y el que le echó los perros; el que le dejó en la calle y el que le dijo "olvídalo"; el impostor que, día tras día, le sacaba la lengua frente al espejo para llamarle farsante), todos lo sabían. y eso le obsesionaba y le hacía sentirse con una transparencia, una desnudez, cercanas a la ingravidez...
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