Acontece, de Juan Genovés. |
aborta de raíz un par de esquemas previos para fiarlo todo al azar de las impresiones recogidas en lo alto del Micalet, Quart o Serrans, persuadido de que la primera mirada en su regreso a València ha de abrazar la de Juan Genovés, antes de anihilarse en el gentío reticular o el solitario zigzag de callejuelas y rincones inesperados; entre los puestos del Mercat o bajo la delirante pornografía de las gárgolas de la Llotja; en el palique de cafés y horchaterías o el noctívago jolgorio de las terrazas, consabido caballo de Troya del exilio vecinal.
los jardines y puentes del antiguo cauce del Túria preceden la visión monumental de la Ciutat de les Arts i les Ciències, rutilante sepulcro blanqueado de los años de la corrupción y el despilfarro. en su caminar por la deslustrada policromía del Cabanyal -con el butoni pisándole los talones-, no le guían ni la luna ni el agua de València, como tampoco el olor del azahar o el vuelo de un murciélago, sino esta luz todopoderosa, creadora de este cielo y esta tierra, de este éxtasis de lo visible que, ya en la Malvarrosa, restalla ante sus ojos en toda su vibrante y magnífica desnudez.
¿a qué, entonces, la seca impresión de quien enfrenta una burda copia de Sorolla? ¿qué secreción en la retina del alma le eclipsa la incesante reverberación del ser en la orilla? socarrat i esgarraet, obcecado en su cínico rol de farsante y espectador del melodrama cotidiano, juega a la gallinita ciega sobre el papel en blanco, tanteando siluetas vacías, gestos enguantados de tiempo, bloqueado, incapaz de arrancar a la realidad sino un puñado de preguntas retóricas.
atardece sobre el barrio del Carme cuando enfila la calle de Na Jordana y vuelve a escuchar el llanto desfallecido de un bebé que, a pesar del fúnebre pronóstico médico, salvará la vida gracias a los remedios de un curandero. "Trista, trista València, quina amarga postguerra!", en verso de Vicent Andrés Estellés, evocación de aquellos años de hambre, represión y estraperlo, en los que la Historia negó el aire y la esperanza a la vida corriente. mientras avanza, revive con el corazón la infancia de aquel niño: la enfermedad y muerte del padre y la condena perpetua a la amargura de la madre; los juegos entre hermanos, la perrita Gilda o el arroz passejat de vuelta de la panadería; los goles radiados, la nit de la Cremà en la plaza, la trágica tarde del 28 de septiembre de 1949... a la altura del IVAM, recoge los bártulos de la memoria prestada y dirige la vista atrás para retener, bajo el celaje vinoso, aquel mundo estrecho, largo y sombrío con campanario al fondo del que partiera su padre al dejar la niñez, y cuya lunar melancolía cala en él con cada visita a València.
Queda claro que, a diferencia de la otra, la luna de Valencia tiene raíces, y profundas.
ResponderEliminarUn saludo cordial.
Sí, muy profundas, y con un matiz de homenaje -para qué negarlo- tan extraño como particular. Un cordial saludo, Gatopando.
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