un año y dos días después de echar el penúltimo cerrojo y tirar la llave por la taza del váter, un año y un día después de darme cuenta de que la infancia no es compañera ni mucho menos patria, ni forzando su alucinada aparición en estas mismas paredes donde te criaste, lloraste, caíste y te volviste a levantar para siempre contuso; en esta galería sin corredor de la muerte -momentáneamente- pero con mirador a un puñado de vecinos escurridizos, estajanovistas del anonimato (tan sólo roto en domingo y fiestas de guardar o por causa de algún cigarrillo o partido de la máxima); en esta atalaya con ciprés enhiesto sin chorro ni sueño y donde cualquier planteamiento existencial se da de bruces con la existencia, en la que tantas veces tuvo que venir el médico familiar para sacar de su error a tus incrédulos padres ("no es el codo lo que se ha dislocado el chico, sino la cabeza")
descubres
(un mes más tarde que la anterior)
a una nueva anciana de las de toda la vida, pero hasta ahora inadvertida. absurdo preguntarse por el límite y su clemencia. mucho más justo organizar la pregunta alrededor de la nula necesidad del sol y de la luz en general que parecen tener estas viudas, confabuladas bajo la tiranía de las sombras y las persianas echadas
con no más que el tiempo justo en libertad para
tender un trapo, unas medias remendadas o
echar cuatro gotas de agua a una
solitaria
planta cansadamente amarillenta.
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