Imagen por cortesía de Penélope |
Stille Nacht, heilige Nacht
nochebuena. bajo la espesa soledad lunar y los ecos aún contenidos de las celebraciones familiares, un joven vaga por calles y avenidas desiertas, buscando evasión sin hallarla. zancada a zancada, portal a portal, se suceden semáforos y cruces superfluos. no le mueven ni la extravagancia ni la arrogancia iconoclasta ni una singularidad exacerbada. tan solo sigue su propia estrella en su ícaro precipitarse sobre el ombligo del tiempo.
a dos calles del puerto, empapado ya de la humedad sonámbula del aire, topa con el neón de un garito desconocido. tras cruzar el umbral, a través de un angosto vestíbulo en forma de túnel, accede a una minúscula sala de iluminación difusa con una barra de aire retro empotrada en un lateral. suena el Weeping Wall de Bowie, y el joven recela de no haber dado con sus huesos -por algún raro descosido en la curvatura espacio-temporal-, en alguna siniestra dependencia anexa al Muro. y aunque, por un instante, está tentado de batirse en retirada, el pañuelo pirata en la cabeza del fulano que atiende en la barra, y los manguitos de rejilla de la nínfula de tez translúcida y labios pintados de negro sentada frente a él, le tranquilizan. Se lía un cigarrillo, pide una birra y un chupito de JB sin hielo, deja suelta la imaginación frente al espejo de la barra y para cuando quiere darse cuenta, no es ya sino otro personaje más en el reparto de la farsa de su memoria.
* * *
diez minutos antes de la medianoche, roído por la incertidumbre e incapaz de darse una tregua en forma de cabezada, un hombre abandona la solitaria sala de espera para dejarse llevar por el azar de los pasillos de la unidad de urgencias. al pasar por el mostrador de enfermería, pregunta una vez más por el estado de su padre, y tras recibir un gesto tan amable como inexpresivo por toda respuesta, prosigue con el acarreo de su insomne somnolencia. en el vestíbulo, esboza una conversación intrascendente con el vigilante, sin conseguir que este aparte la mirada del minitelevisor; y en la calle experimenta cierto alivio con los chicotazos del aire frío sobre sus mejillas. una súbita ráfaga de viento devuelve a su mente los espejos rotos de nochebuenas pasadas. y aunque rápidamente se deshace de tan incómodos recuerdos, no logra evitar lastimarse las yemas de los dedos.
de vuelta adentro, el eco de sus pisadas resuena con cada pensamiento. el vetusto hospital adquiere a sus pupilas un halo íntimo e hipnótico. en la sala de espera, en el asiento antes ocupado por él, una mujer de aire taciturno rebusca torpemente en su bolso. el hombre advierte sus ojeras marcadas, el filo de sus labios, sus falanges como garfios. y aunque le invade una comprensible desconfianza, se ofrece para invitarla a un café en la máquina. cuando ella se dispone a contestar, un aviso de megafonía seco como una premonición fijará su respuesta en el limbo para siempre. será el instante de afrontar atropelladamente el camino de acceso a los boxes, dominado por la rabia, pero extraño ya a dolor alguno.
* * *
se cruzan por el pasillo, el comedor o la cocina sin tan siquiera verse. se dan media vuelta cuando el otro ocupa el cuarto de baño. una vez anochece, él entra en la habitación evitando posar la mirada sobre el lecho conyugal. abre el armario de par en par, mete en la mochila cuatro calzoncillos, dos camisetas y tres pares de calcetines negros y comprueba que no quede huella ninguna de los buenos tiempos en el fondo del cajón. el pequeño sigue durmiendo, y aunque la última discusión del mediodía todavía humea en los labios, ahora es la hora de las lágrimas vacías, del recelo que aquieta la ira, buscando con engañosa frialdad las arañas de las palmas de las manos. de hecho, está ya todo tan claro entre ambos (para él, el agravio; para ella, la angustia), que incluso prescinden del tradicional portazo para rubricar el final de su triste canción.
es 24 de diciembre y la noche se presenta fría, pero él sigue en ebullición. no le encoge el ánimo no saber dónde va a descansar porque no piensa detenerse hasta alcanzar el amanecer. cerca del puerto, mientras comprueba si hay algún mensaje de ella en el buzón de voz, un lunático medio borracho con gorro de lana le estira del brazo exigiéndole un cigarrillo. en el forcejeo, móvil y gafas acaban en el suelo. los recoge, se incorpora y agarra de la pechera al extraño como quien hubiera encontrado finalmente el saco en el que descargar toda su frustración. pero cuando sus miradas se encuentran, vacila. separa las manos de él y huye de allí como gato escaldado entre un vendaval de improperios. tres cuartos de hora más tarde, sentado frente a la barra de un döner kebab, empezará a sentir alivio del pinchazo que experimentara al percatarse de que aquel al que zarandeaba (la barba a trasquilones, la mirada perdida y una horrenda cicatriz en la mejilla) no era otro sino él mismo (cinco años más viejo, cien veces más golpeado por la vida). respirará hondo -evitando encontrarse con su imagen en el espejo de detrás de la barra-, y arrancará de un solo mordisco la mitad de su dürüm, junto a la promesa de no juzgarse muy severamente.
* * *
con el caer de la tarde, cierra el libro y se deja llevar por los sucesivos movimientos de la polícroma sinfonía de comercios, vehículos y adornos navideños. echa la cortina, toma de la cocina un vaso y una botella de vino, y se dirige hacia el ala posterior de la vivienda, donde se sitúa el estudio. enciende el radiador y, de improviso, después de una década de haberlo dejado, le sobreviene el deseo apremiante de fumarse un cigarillo, quizá mezclado -por qué no, un día es un día- con algo de maría. fantasea unos segundos con ello, se ríe de sí mismo, descorcha la botella y se sirve un buen trago. se dispone a tomar asiento frente al escritorio cuando suena el teléfono. es su hijo, desde la otra punta del país, y sus palabras le traen el calor de una nochebuena que nunca le importó no tener. pero hoy no le incomodan, al contrario, las paladea con el oído mientras su aroma empapa de melancólicos trazos la soledad del momento.una vez colgado el inalámbrico, diversos estímulos se unen en su mente a la conversación reciente: el naranjo enfermo del patio vecino, el paseo de una semana atrás por el mercado navideño de Gerdarmenmarkt, la minuciosidad infantil a la hora de montar el pesebre, el cadencioso pasar de las nubes sobre la tediosa lección escolar. pero hoy no le apetece filosofar, tan solo entregarse un año más al perpetuo deambular de cada nochebuena, abriéndose paso tecla a tecla por la pantalla del portátil, dejándose transportar por la estela de las palabras, las imágenes, la memoria o su olvido...
espirituales o no, la trastienda de la Navidad está cada vez más poblada de seres; aseguran que para el año que viene -esta vez sí- estará lista la ampliación y juntos podremos recitar a coro sus villandípticos.
ResponderEliminarSaludos cordiales.
esperemos no desafinar mucho en ocasión tan especial. no sé cómo irán las cosas en el año entrante, pero, por ahora, llegan algunos ecos de melodías alejadas del repertorio habitual. corren rumores, incluso, de que en breve algún solista puede dejar su lugar en la orquesta para regocijo del resto de instrumentistas. feliz año, Gatopando.
EliminarQuerido Nadie: de nuevo me ha vuelto a dejar con la boca abierta. Generalmente, ante este tipo de textos suyos nunca sé qué decirle. Me agradan, obviamente, me agradan mucho, pero me quedo en blanco. Ahora quisiera insistirle en que es uno de los mejores y que siga escribiendo.
ResponderEliminarGracias.
muchas gracias, querida M.T. no sé decirle más que, en algunas raras ocasiones, en la creación de un texto, se da la afortunada conjunción de ciertas circunstancias (situaciones, recuerdos, imágenes que te tocan muy adentro; cocción lenta pero amorosa; ecos afortunados; pasajes enteros que se escriben solos) que, además, de forma no pretendida, consiguen asombrar e implicar al lector. feliz año.
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