Tamariu, la excursión con la que abrís cada visita a Palafrugell. tras el perfumat en el Fraternal, el aprovisionamiento de cruasanes en Can Baldiri y el escrutinio de los puestos callejeros de frutas y verduras, bajo un cielo eternamente despejado, luminoso y afable, dejáis atrás la población y enfiláis el camí vell, abstraídos en la serena metamorfosis del caminante, a través de arboledas, prados y campos de cultivo. entre el recuento de fatigas y anécdotas intrascendentes, aflora paulatinamente la expectación del instante en que una vez descendida la antigua riera, reaparezca ante vosotros, rodeada de colinas, como surgida de un ensueño solar, la coqueta bahía en forma de herradura.
de un lado la arena, del otro los tamarindos y las terrazas aún adormecidas, avanzáis por el paseo marítimo, que se transforma en camino de ronda al pie del acantilado. atraído por el rascacio de bronce de Cruells, te encaramas a la peña en la que se asienta el embarcadero para tener una perspectiva frontal de la playa y las blancas fachadas de amplios ventanales. después, mientras N, recostada en un poyo bajo la pared rocosa, entorna los ojos y se entrega a la más antigua, radiante y beatífica versión de la ataraxia, sigues el ágil paso de las chicas rumbo a la contigua caleta de Aigua Dolça, dejándolas a su aire, casi sin inmiscuirte, sabedor de su ilusión por recrear el lúdico ritual de la cabrilla.
refractario impenitente a todo tipo de juego, te sorprendes aceptando su invitación: "no, papá, esa piedra, no, la otra. del revés, tienes que lanzarla del revés, de derecha a izquierda. así, ¡bravo, papá!" al poco, feliz por tu derrota ante tan experimentadas campeonas, te sientas sobre el empedrado, con la infame intención de echar mano al móvil en busca de la dosis diaria de logorrea airada. hasta que un destello impertinente te obliga a levantar la mirada de la pantalla para rendirla al improvisado adagio de la materia que toma forma a tus ojos: a la hipnótica orquestación del mar en calma y su traviesa reverberación opalina; al singular arrebol de las rocas, la verdecida coda de las lomas o el susurro de la espuma lamiendo la orilla; a la centrífuga disolución de los contornos en el vibrátil preludio de la quietud, de golpe silenciado por un último guijarro lanzado contra la superficie de tu incertidumbre.
¿Sus niñas diciendo "Bravo, papá"? ¿¿"Bravo"?? No me las imagino en esa tesitura, no...
ResponderEliminarAl margen de eso, un texto excelente. Gracias, Nadie.
Puede ser, ya sabe que tengo memoria de pez mediterráneo. Lo que sí puedo certificar es que las maestras esta vez fueron ellas, y que la plusmarca familiar quedó por poco en manos de la pequeña (conmigo a enorme distancia, claro). Un cordial saludo y gracias por su halagador comentario.
EliminarVeo aquí una fusión de dos registros recurrentes en el blog: el intimista, doméstico, solitario -ay, nos hacemos viejos, ¿eh?, pfff-, y el de los periplos con la descendencia por la Catalunya profunda. La fusión funciona, desde luego que sí, potentes imágenes, sensaciones. No me atrevo a decirle que se mejore porque del carácter autobiográfico, o no, de sus escritos ya hemos comentado en alguna ocasión. Un saludo cordial
ResponderEliminarMejoré, mejoré, quiero decir, mejoró. Gracias por sus elogiosas palabras. Nos hacemos viejos, sí, pero sin necesidad de llegar al picassiano "se es joven hasta que se muere", también es verdad que con la edad se abren nuevas perspectivas perceptivas o sentimentales en las que es grato ahondar. Un cordial saludo.
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