martes, 9 de junio de 2020

Donosti

A veces pienso en el otro,
el que no me atreví a ser.
(Karmelo C. Iribarren)

a Núria

se deja pasear, sin prisas, reducido a calzado y retinas, seducido por las tonalidades, los aromas, las cadencias surgidas al azar. camuflado -parapetado- bajo el disfraz de turista, gozando de la bahía, los tamarices, el San Telmo, los pintxos y el txakoli, sin dar pie a rememorar, replantearse presentes fallidos o tomar notas para escribir sobre ello, aunque sea desde la medida distancia de la tercera persona.

no siente, como en otros lugares, la necesidad de fotografiar o abocetar impresiones. por raro que parezca, nunca la tuvo en Donosti. prefiere dejarse engatusar por el celoso azar de encrucijadas y escaparates, la cortesía franca de los donostiarras o el asombro encandilado de N. negándose a sí mismo que, a pesar del largo tiempo de ausencia, se orientaría en lo Viejo incluso con una venda en los ojos. hurtándole a ella el derecho a curiosear sobre su pasado en estas calles empedradas.

por más irreal que ahora le parezca, percibe -palpa- cuanto fue aquí en otro tiempo, en otra vida quizá. como recuerda -o intuye- que hubo un instante -una vez finiquitado el asunto que le trajo- en el que las dos variables del dilema (volver a casa o permanecer en Donosti) fueron una en la opaca y sellada caja del gato. constatar que, de haber elegido la segunda opción, nada de cuanto existe hoy a su alrededor hubiera sido, traza en su mirada una elipse de melancolía que ni siquiera la tarde, jubilosa de azul y blanco, puede matizar.

al día siguiente, deja a N remoloneando en el hostal y baja a la playa, a tiempo de presenciar los primeros rayos de sol bendiciendo el Urgull. luego camina por la arena todavía húmeda sin que sus pasos apenas dejen huella. su ánimo mediterráneo se encoge ante esta imprevista metáfora de la existencia. cuando vuelve al paseo, le invade una especie de vértigo cuántico, que le hace verse a sí mismo en cada corredor o paseante. "desechaste esta maravilla: comenzar el día contemplando el amanecer desde la Concha", le espeta un hombre apoyado en la icónica barandilla blanca. no es un extraño: tiene sus mismas facciones, con las entradas más pronunciadas, el acento algo cambiado y una disimulada elegancia en el vestir. "¡cuánto tiempo sin saber de ti! ¿dónde te alojas?" le descoloca verle por allí. "entonces te llegabas al centro bordeando el Urumea, dando la espalda al mar. al final conseguisteis mimetizaros: él, con sus meandros, y tú, con tus tumbos de borracho", le apunta sin sorna aparente. y aunque quisiera responder a tal impertinencia, ¿quién está tan chiflado como para discutir con sus propios fantasmas?

después de comer, deciden seguir la sugerencia del recepcionista y llegarse hasta Donibane. en el trayecto, se congratula por el retorno de la N más eufórica. presa de una fragilidad inesperada, tras días de jaquecas y mareos provocados por la tensión cervical, el viaje ha devuelto la calma al sensual océano de su mirada. luego, mientras ella repasa la guía, él intenta en vano liberarse de sus cavilaciones. el tráfico lento, las nubes plomizas y bajas, los edificios que pugnan por ocultar el cielo, o la opresiva visión de las vías, las grúas y los almacenes de la dársena restituyen a la tarde su textura más invernal. una sensación que se acrecienta cuando cruzan la puerta de entrada a la villa y se adentran en la angosta vía que, bajo la intimidante mole del monte, discurre irregular entre antiquísimas casas marineras. en un pasadizo abierto entre ellas, encuentran la que alojara a Victor Hugo en 1843, hoy casa museo. acceden al espacio, cuidadosamente recreado, y activan el audio con la descripción que el escritor hiciera del lugar. atardece frente al mismo ventanal que contemplara Hugo. pero el panorama portuario, la malsana humedad y la atmósfera hedionda trocan en delirio o sarcasmo su luminosa evocación de aquel edén en las estribaciones de los Pirineos.

media hora más tarde, junto a la batelera, él se impacienta ante el retraso de la motora en su regreso de San Pedro. de entre la tiniebla, surge súbitamente la colosal presencia de un carguero inacabable. se maldice por no compartir la serena emoción que su paso despierta en N. ¿se trata quizá de aquella luz negra, atlántica, tantas veces mencionada por Chillida, que ha calado en su ánimo, imposible de drenar? ¿o no es sino una mala tarde, una jugarreta más del espíritu?

de vuelta en Donosti, N toma el mando y le empuja al sacrilegio de suplir el txikiteo por un chocolate con churros. en la búsqueda del local, dan a una bocacalle sombría, ajena al común trasiego salvo por un aguerrido grupo de jóvenes birra en mano a la entrada de un garito. la acera encharcada, el olor a maría, el palique deslavazado e histriónico, las aristas de la penumbra y su costra de orines: reconoce esa negrura, que no percibe con los sentidos, sino a través de la piel. poros que avivan la memoria y atizan un escalofrío: la premonición de una existencia cumplida, quemada, que ya no siente como propia. comprende al fin el porqué de su silencio y del disfraz de turista. nada quedaba por explicar de la engolada epopeya de quien se evadía de la rabia y de la frustración diurnas en las barras de la Parte Vieja, el rock acelerado o las gradas del vetusto Atotxa. ahora que avanza la noche y Donosti va perdiendo su halo, necesita de ese chocolate, que acabe de disipar las brumas de tanta murria.

Imagen cortesía de Iseo M.-M.
su última mañana en Donosti se levanta encapotada. esta vez el garbeo por la arena los lleva hasta el confín de la ciudad, a la plaza aterrazada que, al pie del Igueldo, guía la visión del Peine del Viento. es temprano todavía y la soledad es casi completa alrededor de las tres esculturas del conjunto. descifran en silencio las metáforas de la ecuación: el fuego y la herrumbre del acero, las rocas, el viento y el oleaje encrespado. el diálogo íntimo con la naturaleza, la ciudad y el horizonte; con la memoria, el presente o la espera: inagotable interrogación del ser humano.

cuando se presenta la lluvia -lacónica, terca, impasible- un espacio de luz astillada, ausente del tiempo, se revela ante él. entorna los párpados y renuncia a abrir el paraguas. porque adora esta lluvia, que le exhorta a reconciliarse con la luz negra y aprender de ella. como adora Donosti, sin saber -ni querer conocer nunca- la razón de su amor.

2 comentarios:

  1. Así que en esos 20 años hubo un lazo con Euskadi. Seguro que pesa como si fuera de piedra.

    He leído el texto en clave de misterio. Es inevitable desde ese: "finiquitado el asunto que me trajo". Bajo su apariencia, la imaginería bien ganada que aún arrastra Donosti tiene muchos matices oscuros.

    Agur bero bat

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    1. Más de 20 años, de hecho, por lo que sé de la vida del protagonista de la entrada. Donosti sigue siendo la segunda ciudad en la que más tiempo ha vivido y suele frecuentarla, aunque con menos asiduidad de la que quisiera. Y respecto al asunto que le trajo, por lo que me consta, fue tan prosaico que menos mal que la ciudad le dio oportunidades suficientes para dejarlo siempre en un segundo plano. Agur bero bat.

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