viernes, 25 de mayo de 2012

Mi infancia son recuerdos de un patio de...

Septiembre de 1972. Tendría el autor de la entrada cinco años. Las fotografías que quedan de entonces no lo delatan como el niño movido y nervioso que seguramente fue (con menos de tres años, ya atesoraba una quemadura en la pierna derecha que pudo haber sido bastante más grave y una aparatosa caída escaleras abajo). No era, eso sí, un lobezno solitario, y aunque respetaba y tal vez adoraba a sus educadoras, tenía la absurda costumbre de retirarles la mirada e incluso darles la espalda cuando se sentía importunado por ellas.

Debían colear todavía, en la timorata opinión pública encogida por aquel régimen de carniceros, los sangrientos sucesos de la Olimpiada de Munich. Algo de aquello perforó para siempre el agujero negro de una memoria a la que también acude el nuevo empapelado extendiéndose por el comedor, el pasillo y las habitaciones del pequeño piso familiar en reformas.

Pero septiembre traía, además, el enésimo cambio de parvulario. Este tenía algo de particular: lo llevaban monjas. Vestidas por la memoria de riguroso azul -o tal vez gris, quien sabe si con alguna línea blanca rematando el tocado- no debían parecerle, a pesar de todo, seres extraños. Por entonces parecía una quimera, pero advenían los últimos estertores del nacional-catolicismo.

¿Qué quedó de aquella pequeña escuela en el ánimo de este cronista? El poso debió ser -nunca mejor dicho- trascendente, si nos dejamos llevar por las opinión generalizada de los especialistas en esa importante etapa de formación; si bien en lo tocante al balance personal, todo se reduce a dos imágenes: una humana, la de sor Esther; y otra natural, la del frondoso patio del centro.

De la hermana quedó en el niño un recuerdo en el fondo truncado por el de los propios padres, y por una entonces incipiente voluntad quijotesca de literaturizar la propia vida. De ahí la transformación de sor Esther en una madrileña diminuta, afable y generosa, pero también estricta, que fue capaz de atender y calmar las inquietudes e insignificantes rebeldías del pequeño (o quien sabe si de atizarlas), enseñándole a leer y escribir, pero también, más esporádicamente, a encajar algún capón traicionero.

En cuanto al patio, siempre me persiguió la sospecha de si todo había sido real: la omnipresencia en todo el edificio de aquel locus amoenus de verde y fresca sombra, la alegre majestuosidad de las palmeras, las naranjas que luego resultaron ser limones, y sobre todo, el pausado perseverar de una pequeña tortuga, modesta reina de aquel edén hoy ya más que centenario, escondido de las miradas de todos.

Con los años, cada vez que aquel hijo del niño volvía a pasar por delante del ya entonces simple conventillo, entregado a la postre a labores sociales de más urgencia, le asaltaba el pensamiento de -intentando vencer ese pudor cretino que aconseja mantenerse alejado de cuanto uno ha clausurado- llamar al timbre, preguntar por la verdadera dimensión del sueño, reconocer los pasillos, alumbrar aquellas aulas por entonces vacías devolviéndolas a la mente, y por supuesto, volver a contemplar el patio, dejarse imaginar a uno mismo en aquel "fue" en que tal vez existieran las horas pero no el tiempo en sentido estricto.

Y así pasaron dos, e incluso tres décadas, hasta que hará un par de meses, aquel jardín -ya "despojado" del edificio que lo albergaba- apareció ante él como un chaparrón inesperado, desnudo y ridículo en su papel de penúltima víctima de la depredación inmobiliaria horas antes del armisticio; patética metáfora, encerrado entre paréntesis de medianera, del ineludible destino de juegos y sueños: memorias que no conducen a nada, y mucho menos al paraíso de la infancia. Se cerraba el círculo. Aquel espacio anclado en la memoria, como tantos otros rincones de nuestra geografía sentimental, pasaba a ser una atracción vacía más de la feria de las vanidades de esta sociedad cegada por el ladrillo.

Aunque, como bien sabemos todos aquellos para los que la imaginación, la inspiración, la magia de lo "inservible" son más valiosas que el oro, siempre hay un momento para la revelación de lo inesperado, y algo de eso pasó por nuestra cabeza cuando editando la fotografía para la entrada, uno de nuestros bloguerros descubrió en ella la presencia de un conejo colándose de rondón, en lo que no solo nos pareció azaroso pase de magia del destino, sino digno doble homenaje de lo real maravilloso a "Las babas del diablo" y a Blow-up. Estáis invitados a descubrir el gazapo.

Hasta aquí el apunte personal que podría haber hecho cualquiera de los miembros de la Plataforma de Veïns Sant Lluís/Encarnació, de la Vila de Gràcia, quienes están haciendo lo imposible por preservar el jardín para el barrio -que si de algo adolece, es de espacios verdes-. Noble y justificado propósito hasta ahora infructuoso, en tanto que los propietarios -"con la iglesia hemos dado, Sancho"- y el nuevo Tries Team municipal sólo están por la labor de arrasar con todo para alzar unas tan voluptuosas como "necesarias" viviendas con aparcamiento privado. Aquí tenéis el enlace de la Plataforma, en el que encontraréis unas bellas imágenes del jardín, así como un histórico de su defensa: http://salvemeljardi.blogspot.com.es/

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