jueves, 6 de septiembre de 2012

Retrato de la condesa de Murillo

Sorprendió, entre los palafreneros, tiralevitas y mamporreros habituales cercanos a la retratada, la designación del bohemio (en todos los sentidos posibles en lengua castellana) Anton Raphael Mengs para la realización de la composición que hoy nos ocupa. Y no sólo por la notable distancia ideológica entre el personaje y su retratista, sino porque ya hacía algún tiempo que Mengs había renunciado al género que lo aupara a la gloria: el retrato.

Vaya por delante que, aunque descendiente directo del notable pintor y teórico neoclasicista de idéntico nombre, Mengs (llamémosle el Joven) andaba bastante lejos de la serena y austera elegancia escultórica de las composiciones de su afamado antepasado, con el que, sin embargo -según corroboran los historiadores consultados- compartía una irrefrenable mala leche y cierta inconfesable inclinación por las prostitutas noveles y la quiromancia.

¿Necesitaba Mengs tal vez algún nuevo impulso a su carrera? Ni mucho menos, si atendemos a que por aquellas fechas ya era considerado el más radical y original representante de la escuela impresionista psicologista y uno de los artistas más cotizados entre los inversores en obras de arte. En cuanto a la crítica especializada, gozaban de merecido renombre sus famosos "retratos morales", en las cuales los aspectos relacionados con las técnicas empleadas, las estrategias compositivas, la paleta cromática o la atención al detalle, resultaban sintomáticamente baladíes frente a la genuina armonización del resultado final con la personalidad del retratado. Algo que Mengs alcanzaba mediante un complejo tratamiento de los materiales, que una vez entregada la obra, conducía a la activación de un implacable proceso de degradación que, por sobrenatural que pueda parecer, corría en paralelo al de la catadura moral del personaje en cuestión. (Óbviamente, cualquier lector avisado, habrá advertido la cercanía del procedimiento con la célebre obra de Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray, el argumento de la cual podemos afirmar que Mengs hizo realidad.)

El fantástico trabajo que el artista hiciera con algunos iconos de la cultura, animaría a algunos importantes miembros de la elite política y financiera del país, ávidos de una notoriedad más habitual de otros ámbitos, a contratar los servicios del artista de moda, si bien por razones perfectamente comprensibles, la mayor parte de estos encargos hoy duermen el sueño de los justos en cámaras acorazadas de entidades bancarias suizas a la espera de que transcurran cien años a partir de la muerte de los diversos clientes (nadie lo confesará públicamente, pero uno de los más esperados por los críticos de medio mundo es el que se conoce como Retrato del Duque de Palma). Son datos que acrecientan aun más si cabe, la  incomprensión general ante el encargo de la señora condesa, poco dada a esconder nada en cámara alguna.

Aunque conviene no olvidar, como argumento a favor de la elección, el elogio generalizado entre los retratados al respecto de la imperturbable meticulosidad y el compromiso con que Mengs afrontaba los encargos. Su "trabajo de campo" previo a la ejecución de la obra rayaba, a decir de todos, lo obsesivo compulsivo. Incluso, hay quien afirma -no sin cierto temor infantil- que, una vez finalizado cualquiera de estos maratones psicológico-creativos, Mengs podría haber sido capaz de sustituir al retratado sin que, salvo por la apariencia física, nadie -ni siquiera los más íntimos- hubiera anotado diferencia alguna de comportamiento entre retratado y retratista. Una dedicación a ultranza que sin duda alguien tan esforzado como la lideresa sabía valorar en su justa medida.

Y sin embargo, en la leyenda de este enigmático y plenilunático artista siempre quedará como un borrón indeleble este que finalmente sería su último lienzo antes de que entrara a engrosar las filas de la locura, el óleo Retrato de la condesa de Murillo, popularmente llamado La Mamandurria. No en vano, la crítica más entendida coincide en reconocer que, con esta composición, Mengs claudica de manera vergonzosa ante los caprichos de la representada, cuya imagen se eleva sobre la tela con un desaforado esplendor regio (rubricado en los diversos símbolos del poder -la espada y la vara- y en la columna del fondo), elementos que nada tienen que ver con la realidad moral del personaje, y sí con la de su megalomanía.

Obviamente, Mengs se defendió como gato panza arriba de los ataques, mareando la perdiz acerca de una presunta sustitución de los procedimientos y técnicas habituales por un hasta entonces inusitado recurso a la ironía y una sorprendente incorporación de una textura sonora a la tela ("para descifrar el verdadero sentido del cuadro, esta vez deberéis acercar la oreja a él", no dejaba de repetir en todas las entrevistas concedidas al abrigo de aquella polémica), que a los más nos sonó a la leyenda de aquel rey de tan suntuosa como imaginaria vestimenta que se paseaba desnudo entre sus súbditos.

Tampoco ayudó que un inoportuno ex amante, quien sabe si roído por el rencor o el ansia de sus quince minutos de gloria, avivara el fuego de la discordia, cuando en una entrevista reveló que el verdadero motor -y a la postre ratonera del artista- había sido la fascinación -no electoral, pero sí personal- frente a la retratada, surgida inesperadamente un mediodía de diciembre de 2005, cuando doña Espe, víctima de un aparatoso accidente de helicóptero en el que también se vio implicado el actual ocupante -y nunca mejor dicho- de la Moncloa, salía de aquello con rumbosa gallardonería (sic) más propia de un hidalgo manchego que proclamara a los cuatro vientos algo como "helicopterillos a mí, y a tales horas", mientras el barbado resurgía del Hades rodeado de guardaespaldas con la misma cara de descomposición de quien acaba de mantener un tête à tête con Frau Merkel.

Fue ayer, haciéndose uno en las brumas del amanecer de una calleja romana cualquiera, cuando Mengs finalmente trocó la infrahumana locura de este mundo por el vacío de la eternidad. Ningún medio se ha hecho eco de ello, salvo los más alternativos, que llevaban tiempo alertando del sorprendente desenlace de la ultimísima investigación alrededor de la célebre pintura del santo patrón. Y aunque todavía nos enfrentemos ante  resultados poco o nada concluyentes, no deja de ser ciertamente sorprendente que, cual reedición moderna de la maldición de Tutankamon, los investigadores implicados se hallen bajo tratamiento de choque, una vez que, siguiendo los consejos de Mengs, aproximaron sus orejas a la pintura. Atemorizados todavía se hallan cuantos tuvieron que separarles por la fuerza en medio de muestras de verdadera agresividad de unos investigadores que, cual si hubieran oído el canto de una emperifollada sirena genovesa, no hacían sino proclamar que habían rasgado la luz con la punta de los pulmones, y que se les había revelado uno de los secretos más ocultos de la hispanidad reciente, el porqué de la fascinación de la condesa, que hace que miles de miles de madrileños voten con repetitivo e insensato entusiasmo por ella. A todo ello, unían su deseo de empadronarse en Madrid cuanto antes mejor, para poder rubricar tamayo (sic) estado de felicidad con el voto a la condesa, mientras se entrenaban en su flamante fidelidad acusando de parásitos a los sindicatos, de fábrica de parados a los socialistas, y a los ciudadanos en general de vivir amorrados a la teta de mamá Estado, obviando gürteles, cajamadriles, telemadriles, fundescams y, por supuesto, la descarada subvención con fondos públicos a la educación y la sanidad privadas que caracteriza a esa comunidad. ¿Qué pensar, volviendo a Mengs, de todo ello? ¿Fue, en verdad, Mengs un vendido, alguien que hizo cuanto le pidieron por un puñado de euros? ¿O la cosa iba más allá, y la cacareada distancia ideológica entre Mengs y la condesa no era tanta? ¿O tal vez Mengs falló en sus cálculos, y no sólo no fue capaz de apropiarse de la personalidad de la retratada, sino que esa inicial admiración por su desbocado atrevimiento se acabaría traduciendo finalmente, en una posesión vampírica del alma del artista por parte de la pérfida lideresa, que habría acabado haciendo de él, como de tantos otros madrileños, un instrumento más para la propagación de sus ambiciones de poder? Preguntas, presuntas y más preguntas...

2 comentarios:

  1. Para apropiarse de la personalidad de la retratada, sólo podría hacerlo con gran maestría, Rembrandt, gran experimentado en todo tipo de desgracias y sufrimientos, por tanto, es más fácil creer en la posesión vampírica por parte de la pérfida lideresa. De otra forma no se explica tanta admiración.
    P.D. La gran maestría demostrada tan bien va para el autor de este blog.

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  2. Muchísimas gracias por su comentario que, además, aporta una perspectiva para mí hasta ahora desconocida -la posesión vampírica- del perfil de la lideresa dimitida, y que sin duda explica el comportamiento electoral de buena parte de los madrileños. Toquemos madera, no sea que esta dimisión no sea sino repliegue y, como buen vampiro disciplinado, no se le ocurra a doña Espe volver alguna noche al amparo de la oscuridad, para rematar su faena con el resto de ciudadanos de este país.

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